Apoyar una huelga no impide valorar sus límites o contradicciones. Máxime cuando las cosas no salen bien, o no en todos los territorios. Que desde ciertos sectores políticos haya tendencia, nosotros la tenemos, a apoyar toda huelga, y que se haga por principios o como premisa, no debería evitar analizar y opinar si una huelga está mejor o peor planteada, qué demandas la componen y qué alcance tienen más allá del espacio laboral o productivo al que afectan. Qué potencial de contagio tienen esas demandas para con otros espacios y sectores y, por tanto y en síntesis, cómo contribuyen a una ampliación del campo emancipatorio, si es que no hacen lo contrario. Es evidente que toda lucha laboral, y en concreto toda huelga, tiene efectos en el espacio y en el tiempo que deben ser contemplados. Máxime si, como intentaremos mostrar, esos efectos están atravesados siempre, y no pueden no estarlo, por una doble contradicción:
En primer lugar, una contradicción de carácter temporal entre los objetivos a corto y a largo plazo. Su máxima expresión en la historia del movimiento obrero, permítasenos la elevación del tono por un momento, es la contradicción entre la lucha por la mejora de las condiciones de vida en un marco social dado y la negación (o lucha por la emancipación) de ese mismo marco social: no solo limitarse a vender más cara la fuerza de trabajo sino abolir la propia relación de dependencia que hace que exista la fuerza de trabajo. Hubo siempre, claro, formas de nombrar y cabalgar esa contradicción, desde la diferencia entre el programa mínimo y el máximo hasta la unidad de acción de la lógica del sindicato y la del partido, pasando por la elaboración de un programa de transición que, justamente, permitiría avanzar desde la defensa de las condiciones de vida hasta la superación y negación de esas formas de vida para dar lugar a otras más libres. Esta manera de nombrar nunca resolvió la contradicción, al revés, se hizo cada vez más grande a medida que se alejaban los horizontes de transformación social. Hasta el punto de que la contradicción se hizo insalvable por invisible al desaparecer todo horizonte de futuro alternativo. Es esa congelación y esclereotización del imaginario socialista lo que nos permite comprender mejor el carácter indómito e impaciente del comunismo planteado por la generación de los años 60 y 70 en el pasado siglo y, claro, el repliegue puramente adaptativo de las socialdemocracias a partir de los años 70.
Lo que afectó y afecta a la segunda contradicción de toda lucha o huelga: la espacial, vale decir, la articulación con otras luchas y espacios productivos. ¿Es extensible mi lucha a otros asalariados o me hace competir con ellos? ¿Mis demandas definen un antagonista compartido por el conjunto de asalariados o no lo hacen? ¿Agrego más actores en pos de una cierta unidad de acción o segmento y divido? En resumen, ¿mi victoria precipita otras victorias posibles o consolida una nueva segmentación social en la que he conseguido situarme por encima de otros actores?
Antes de entrar al taxi, a su conflicto actual y las lecciones que podemos sacar de él, permítasenos un rodeo más sobre estas contradicciones: nunca se pueden abordar desde la sola lucha concreta ni desde su espacio inmediato de representación (el colectivo de trabajadores, su asociación, gremio o sindicato), al contrario, esta doble contradicción espacio-temporal es necesariamente objeto de la relación entre las demandas concretas y los actores, movimientos, imaginarios y partidos políticos. Y es esta relación la que, por encima de todo, ha fallado o estado ausente en el conflicto del taxi del que, ahora sí, vamos a comentar algunas cuestiones centrales.
En cuanto a la contradicción temporal, es evidente que la lucha por las condiciones de trabajo del sector no ha pensado en términos políticos ese mismo sector: hacia dónde va, qué modelo de ciudad genera, qué modelo de transporte, qué uso de lo público y de lo privado. Se dirá que no es labor del sector del taxi hacerlo, cierto, pero sí de los partidos y movimientos políticos que se relacionan con sus demandas para apoyarlas o darles voz en las instituciones.
En cuanto a la contradicción espacial, hemos visto emerger, por un lado, una diferencia/división entre trabajadores del taxi y trabajadores de VTC que, desde toda lógica de agregación o articulación de reivindicaciones, no debería celebrarse sino denunciarse y, en segundo lugar, hemos visto en paralelo la crítica del todo necesaria de unos empresarios del sector (Cabify, Über) pero no de otros (empresarios del taxi que acumulan licencias, por ejemplo). De nuevo, puede no ser labor de un sector laboral concreto articularse con distintas demandas y reivindicaciones de otros sectores laborales, tampoco preocuparse de segmentar y distinguir entre distintos adversarios y actores empresariales. Pero sí debe ser una tarea prioritaria de la traducción y apoyo político que se haga de esas demandas.
Que la huelga del taxi haya segmentado a los trabajadores (dejando de lado las condiciones laborales de los conductores de VTC) y a los empresarios (unos son el problema pero otros no) tiene sin duda que ver con la naturaleza misma de esta huelga: no solo se trata de una movilización por las condiciones de trabajo, que sin duda, ni solamente una lucha, justa y necesaria, contra una competencia desregulada y que prologa el aún más salvaje futuro de las relaciones laborales, que también. Esta huelga, no debe olvidarse, ha operado al mismo tiempo como disputa por el valor de un activo financiero: la licencia. Que esto sea así no impide pensar políticamente, y hacerlo desde las izquierdas, esta extraña lucha paralela por y desde el capital y el trabajo, al revés: solo pensando en mecanismos colectivos para, si fuera necesario y según en qué casos, compensar la pérdida de valor de las licencias (los Costes de Transición a la Competencia, como en el caso mucho menos justificado de las eléctricas) podremos pensar políticamente la transformación un sector laboral o productivo. Sí, es posible apoyar y pensar políticamente esta huelga aunque se apueste, como señalaremos a continuación, por menos taxis, menos coches y más transporte público colectivo y movilidad sostenible en nuestras ciudades.
Pero de esto, nos tememos, no se ha hablado mucho, al contario, hemos asistido a una huelga sorprendentemente carente, en los espacios progresistas o de izquierdas, de un mínimo análisis político crítico. Seamos claros, una lectura política no debería asumir sin más las reivindicaciones laborales concretas de un sector productivo (o, claro, descartarlas). Debería, creemos, pensarlas o reinterpretarlas desde una mirada de conjunto, es decir, asumir y gestionar las contradicciones espacio-temporales que, como señalábamos más arriba, son inherentes a toda lucha o demanda concretas. No hacerlo ha llevado a que la gran ausente en esta huelga haya sido la ciudadanía (ese significante siempre algo vacío, siempre algo flotante). Y, claro, derrotada por incomparecencia, el lugar de la ciudadanía ha sido ocupado por la figura omnipresente del cliente. Es decir, del usuario considerado de forma individual, mero agente privado y consumidor. ¿Y dónde queda esa otra figura, la del usuario entendido como sujeto colectivo de derechos, en este caso a un servicio público, una ciudad habitable, transitable y respirable, por ejemplo? No queda y, sin embargo, solo desde esta perspectiva republicana o ciudadana, esa que pone en el centro del conflicto a la ciudadanía, puede pensarse cualquier tipo de regulación de la movilidad. Y solo desde esta consideración política del espacio público pueden (y deben) articularse demandas laborales y sectoriales concretas.
No cabe refugiarse en la defensa del modelo actual ante la dicotomía que se nos presenta: o un usuario concebido como cliente, desplazando toda la discusión a la semántica de la liberalización (y a toda la retahíla de conceptos asociados: determinismo de las nuevas tecnologías, modernización, libertad de movimientos) o un usuario entendido como ciudadano, que nos conduce a la semántica de lo común o colectivo, de la reducción del uso del coche privado y el aumento del transporte colectivo y la movilidad sostenible. Porque, además, sabemos qué significa liberalizar: no otra cosa que otorgar plena libertad a empresas como Über para autorregularse con un único objetivo: maximizar beneficios, elevar la rentabilidad. Libertad, también, para decidir arbitrariamente cuándo y cuánto suben los precios acorde a la demanda, y libertad para decidir qué zonas y barrios excluye el algoritmo porque no resultan competitivos, o para decidir qué criterios de seguridad y formación se exigen a los conductores. Esta libertad privatizada solo puede existir privatizando la libertad. Si partimos de la base de que la libertad es una condición que nos pertenece a todas las personas por existir, no puede ser objeto de apropiación privada sin antes socavarla y, con ella, a la democracia misma: el derecho de todas las personas a ser igualmente libres.
Son varios los estudios realizados en distintas ciudades de los EEUU que muestran cómo la introducción de Über ha tenido un impacto negativo en la movilidad de la ciudad, que ha empeorado el tráfico y la circulación aumentando la ocupación de la ciudad por el coche al sustituir trayectos que se hacían caminando y en transporte público. El efecto contrario lo hemos visto estos días con el parón del taxi en Madrid, donde se ha reducido el tráfico, los autobuses han mejorado la circulación y ha aumentado el uso del metro a pesar de que la Comunidad de Madrid ha hecho lo posible por dificultarlo. Es muy simple, si se promocionan las casas de apuestas aumenta la ludopatía, si se promociona el transporte público, las bicicletas y caminar, mejora la salud, el tránsito y la movilidad. Si se promociona una ciudad para los coches, aumenta el uso de coches. Si el valor de las licencias tiene que ver con las expectativas de futuro, son los cambios en el tipo de movilidad sostenible, y no solo las VTC, lo que va a provocar su devaluación. Una situación que más vale prever para poder dirigirla apropiadamente.
Si, como decíamos al principio, el derecho de la ciudadanía es lo que debe ponerse en el centro de la discusión y toda regulación, podemos concluir en que el futuro pasa por menos coches (aunque sean autónomos) y no por más, pasa por más salud, por caminar más, por mejorar y aumentar el transporte público, coche compartido y por reducir el uso y la ocupación del espacio público por parte del coche privado. Pasa por pensar las políticas públicas sobre urbanismo, territorio y vivienda en su relación necesaria con los centros de trabajo, es decir, no dando por sentada la existencia del coche privado (y con él las autopistas y las radiales, la contaminación, las horas de desplazamiento que se suman al tiempo de trabajo, la dependencia energética, el modelo de ocio en grandes centros comerciales y suma y sigue) para evitar planificar y regular las distancias y los usos del suelo, caminando hacia ciudades más policéntricas que mejoran los desplazamientos porque los reducen. Todo ello junto a una transformación general del paradigma civilizatorio por la que se vincule necesariamente el aumento de la productividad con la reducción de la dependencia al trabajo, desligando así los derechos sociales y de ciudadanía del trabajo asalariado y, por último, impulsando otra relación ecológica con nuestros entornos en aras de hacer efectivo el derecho a la ciudad. No hay alternativa y vamos tarde.